Sobre Juan Gallego Benot (03–03–23, Granada)
Conocí a Juan en verano de 2019, antes de haber leído nada de lo que hubiese escrito. Sé que, para aquel entonces, Oración en el huerto existía ya, al menos, como borrador, pero agradezco que su lectura llegase a mí cuando ya llevaba más de medio año sabiendo de Juan, hablando con él, entendiendo sus maneras. Encontrar a la persona detrás de una lectura es una tarea que considero exigente, pero comprender una lectura a la luz de una persona es algo mucho más natural, orgánico y sencillo. Como él mismo escribía en Oración en el huerto, y trayéndolo a los términos de nuestra amistad, diría que frente a sus libros me resulta fácil decir: “No tengo que entreverte, te conozco”. La escritura de Juan responde, en primer lugar, a sus convicciones y a su forma de estar en el mundo: siempre está detrás de las siluetas de lo posiblemente otro, en busca de la compañía, de la conversación amable, enriquecedora y generosa. En una entrevista que le hice en 2020 a propósito de su primer libro, me confesaba que una de las cosas más complicadas para él a la hora de escribir era sortear la fijación del tú; decía: “¡Yo solo sé escribir para alguien!”. A Juan nunca le ha interesado encerrarse en sí mismo: es plenamente consciente de lo crucial que resulta, no solo en la creación artística sino en la articulación de todo proyecto de hondura ética, que eludamos el solipsismo.
Como todos imprimimos nuestros horizontes hermenéuticos al leer, frente a los libros de Juan a mí siempre se me viene a la cabeza la frase con la que Ernst Blöch, uno de los lectores más audaces del cristianismo en el siglo XX, arranca su obra Thomas Müntzer, teólogo de la revolución. Dice: “Queremos estar siempre tan solo entre nosotros”. Pienso que la figura de Müntzer, al menos tal como la comprende Bloch, encaja de manera muy delicada con las formas de religiosidad que recorren Oración en el huerto y, mucho más especialmente, Las cañadas oscuras. Juan propone una ética y una política católicas en el sentido que antes mencionaba: la clave de los ritos y de lo propiamente divino está en la comunión con el otro, en la celebración, en la constitución colectiva de unos espacios en los que ser y erigir identidad común. Por eso tiene mucho sentido que, en el fascinante proceso de madurez intelectual que ha mediado la escritura de sus dos libros, su relación con los espacios naturales haya desembocado en una problematización de los espacios urbanos contemporáneos.
Si Oración en el huerto proponía algo así como una retórica del mundo que recuperamos al enamorarnos, en Las cañadas oscuras ese proyecto se lleva mucho más lejos: sus retoricismos están ya mucho más limpios, casi a ras de suelo; son, mayormente, fruto de una herencia popular que no se impone al otro, sino que se comparte con él. Lo amoroso, que en la poesía de Juan es un deslizamiento hacia el mundo de lo religioso — o viceversa — , se presenta aquí como un escenario en crisis. Pero la mirada es casi siempre optimista: el gesto filosófico de Juan, igual que el de Bloch, se tiende siempre hacia la esperanza. En una de sus bonitas coplas, escribe, creo que releyendo a Soleá Morente — si es que ella no releyó a alguien más con anterioridad — : “La casa de mi esperanza / como era de sol y arena / el aire se la llevaba”. Pero pronto se responde: “todo es futuro / de sí mismo”. Así que los enamorados, en esa especie de fábula que recorre las veredas de este libro, se baten por recuperar la dignidad de los espacios que habitan, los espacios en los que ejercen su religiosidad y donde se besan; las alamedas, los ríos y las plazas.
Aquí, el espacio político es el barrio sevillano de Triana, y el tiempo el periodo del desarrollismo franquista, pero también hoy mismo. Mientras la ciudad se les enajena a los amantes — que son las únicas voces en las que Juan se siente legitimado para posarse, pero en cuya estela podemos encontrar sin demasiadas dificultades la herencia de una opresión fundamentalmente antigitana y antiobrera — , Las cañadas oscuras intenta articularse como una forma de materialismo utopista, cuya única tristeza puede ser la que impone el marco de acción de las palabras. Sabemos, y Juan insiste en ello siempre con fuerza, que la escritura tiene sus impotencias políticas, y que es importante mantenerse alerta ante sus comodidades. En cualquier caso, la palabra está también en el centro de toda comunidad política posible, y en Las cañadas oscuras no hay una renuncia a la ciudad sino una llamada a “nuestro encuentro en la ciudad por hacer”, a la importancia de cantarse la vida a uno mismo y, sobre todo, de cantársela a otros, y de que ese canto perviva aunque sea débilmente e intervenido, como las mismas aguas del Guadalquivir.
En Oración en el huerto, Juan escribía: “Tener que buscar el lugar tranquilo / para hallarme allí; y no inventarlo”. Aquí, en cierto modo — aunque no por completo, en la medida que su inclinación por las ficciones no renuncia jamás a las demandas del mundo material — , se desdice. Escribe, al comienzo de Las cañadas oscuras: “No hay mar, / ni palabras, ni dulzura de piedra. / Tengo que inventar. / No hay calle, ni reliquia, / ni ciudad, ni símbolo. Tengo que inventarlo todo”. La acción política, el sedimento ético capaz de articularnos colectivamente, no puede asumirse ya como dado: es algo de lo que tenemos que hacernos cargo. Es así como Juan, y correlativamente su escritura, se adscriben a la vida: radicalmente y sin concesiones. Su compromiso con las “calles sin motivo”, contra la instrumentalización del espacio, es lo que está antes y después de este libro. Él escribe sabiendo que la vida sigue. Que antes de la violencia política y urbanística hubo un baile, y que después habrá necesariamente otro. Y pocas cosas se ajustan con tanta facilidad a la mirada de Juan como ese baile que implica generosidad, escucha y coordinación con el otro, pero también fiesta y amor. Para eso escribe y para eso vive, pues. Para bailar.