Silbidos nocturnos

Adrián Viéitez
4 min readMay 29, 2021

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Dawson Creek S02E06: ‘The Dance’

Me gustaría contraponer algo de ligereza a las cosas tristes, pero en el fondo sé que lo justo es que la tristeza se imponga en ocasiones. Esta tarde visité la tumba de mi abuela, que falleció hace ya más de cuatro años. Sobre esto diré lo habitual: la muerte ablanda los relojes; siento que hace mucho más tiempo que ya no está con nosotros, pero también soy capaz de recrearla en un día cercano. La memoria se acomoda a la relatividad propia del amor.

Los dos últimos días han transcurrido como una ráfaga de viento quieto. He estado leyendo un poco, pasando tiempo con mi familia. El jueves fui a la playa y observé un rato cómo el agua se filtraba por las grietas de las rocas para después retroceder, deshaciendo su camino una vez más. Fenómenos de esta naturaleza tan predecible resultan aterradores, pero también alivian; parece evidente que la certeza de que existen cosas que se sostienen a pesar de nosotros acomoda nuestras realidades, les proporciona una infraestructura capaz de sobrevivir a lo largo del tiempo. Lo trágico de las cosas que no cambian —o que, al menos, lo hacen lo suficientemente despacio para que no seamos capaces de percibir en ellas la idea del cambio— es que reafirman la velocidad del resto del mundo.

Escribo estos textos breves siempre de noche, casi dormido. Hace ya tiempo que no consigo escribir durante el día y desconozco los motivos, aunque intuyo que el espesor y el ruido contribuyen al silencio. No me importa demasiado todo esto, me digo a mí mismo que no pasaría nada si un día decidiese que no quiero escribir más. Trato de entender las cosas en conjunto, de todos modos, y sé que si la incapacidad para sentarme a escribir, acaso para pensar, me atormenta, las implicaciones ulteriores ya no tienen demasiado que ver con la escritura. Lo he pensado estos días, correteando por los contornos de las redes sociales: mi manera de relacionarme con ellas ha funcionado a lo largo de los últimos años alrededor de ese conflicto carnívoro con el silencio. Quiero escribir cosas en todas partes y quiero que la gente las lea; escribo por la noche porque los árboles están tan quietos que pienso que el mundo puede haberse roto, que no tengo el control sobre nada, que estoy asustado y quizá soy ya demasiado mayor para poder justificar un miedo de estas características, tan violento y aislante, tan amargo siempre.

No sé bailar bien porque nunca lo he trabajado convenientemente, pero me rindo ante la idea del baile: dos o más cuerpos trabajando coordinados en sus sendos movimientos, con la cercanía socialmente convenida; las manos extendidas alrededor de las caderas de alguien a quien amas, la cabeza escondida sobre sus hombros.

Creo que la música me gusta por el mismo motivo: es frecuente que, al escuchar una canción cualquiera, me detenga para imaginarme con otras personas bajo el influjo de esos paisajes. Cuando era pequeño me preguntaba si los demás pensarían en mí en relación a alguna música en concreto y todavía quiero pensar en melodías capaces de reunir a las personas, de hacer brotar una sinceridad a la que no sé si tengo acceso; hace ya tanto que no soy capaz de hablar sinceramente conmigo mismo.

Mi abuela falleció hace más de cuatro años, pero antes de eso estuvo viva durante muchos otros. Al recrear su biografía, lamento que existan tantos espacios vacíos para los que no dispongo de imágenes. No hablé lo suficiente con ella acerca de su pasado y tampoco me culpo por ello: probablemente nunca llegue a conocer el pasado íntegro de ninguna otra persona. Esa frontera epistemológica define, en última instancia, al individuo que pertenece a una comunidad específica. Vivimos en conjunto, sí, pero es también inalienable el hecho de estar viviendo solitariamente.

No sé si lo soy, pero yo me pienso fabulador. De ese modo afirmo: mi abuela y mi abuelo se conocían desde muy jóvenes. Ambos participaban de las labores del día a día dentro de un pueblo pequeño y fue pronto cuando empezaron a pensar en el otro proyectando hacia el futuro. Pero uno coincide extrañamente con los demás y el tiempo fue pasando ampliamente, en vastos descansos llenos de aire limpio, cruzando ambos sus adolescencias sin cruzar palabra. Lo importante vino después, cuando los dos eran ya jóvenes adultos capaces de enfrentarse a las cosas ciertas. Era verano y todavía trabajaban en el campo, con la expectativa de marcharse a otro país para cruzarse con algún tipo de prosperidad nueva. Los muchachos del pueblo se libraban de sus labores algo más pronto los días de fiesta, quizá para arreglarse y marchar juntos hacia la plaza; allí se reunían, escuchaban música, bailaban, se enamoraban y certificaban sus amores. Mis abuelos ya sabían que estaban enamorados, pero de algún modo bailar juntos les ofreció una manera nueva de entender lo que les estaba sucediendo.

En el corazón de esta noche escucho, con la claridad de un océano transparente que bate las rocas, la quietud espesa de los arbustos que rodean el bosque.

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Adrián Viéitez
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Written by Adrián Viéitez

still, still to hear her tender-taken breath

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