Paisaje urbano para una ficción
El tercer día que hablamos me explicaste con detalle el placer que te produce ordenar las estanterías del garaje. Algunas veces las desordenas a propósito con la excusa de un agobio, un lapsus irracional, así después lo vuelves a montar todo, aunque de manera distinta —sigue siendo la misma estantería, también es una estantería diferente. Hemos pasado la mayor parte del tiempo discutiendo asuntos logísticos y no creas que no siento pena al verlos desaparecer: no somos tan graves como para andar siempre recordando las cosas serias.
Siempre estás diciendo que cuando llegue el verano las cosas serán más fáciles. Lo imaginamos ya no como un tiempo soleado, sino más bien como un espacio para la distensión: la idea del verano nos deshace las contracturas cervicales. Luego llega todo eso y parece mentira: al no cumplirse ninguna promesa cuesta mucho trabajo comprender que el verano avanza. El cuerpo continúa aletargado, a menudo la ropa se pega a la piel y nosotros tenemos menos ganas de estar juntos. Rehuimos los focos de calor como lo hacen los pingüinos, pero no te preocupes, yo tampoco he encontrado una palabra mejor, no todavía.
En nuestra cuarta cita fuimos al cine y a una mujer se le cayó el teléfono móvil desde el gallinero, justo en medio de los dos. Nos reímos porque podíamos quedarnos con la parte divertida del accidente. El protagonista de la película, un detective trasnochado, llegaba a casa siempre al amanecer. Se quitaba la chaqueta, la lanzaba sobre un sillón desordenado, se limpiaba un poco la cara y se descalzaba antes de tumbarse sobre la cama dispuesto a dormir, con las cortinas abiertas y a pleno sol. De camino a casa te hablé de la tranquilidad parecida al verano que me producían las escenas en las que algún personaje de ficción se proponía dormir. ¡A esa quietud estábamos aspirando, a la quietud de la ficción! No volvimos a hablar sobre el teléfono móvil que estalló entre nosotros, el asunto quedó concluido en nuestra primera risa. Está bien que las cosas no se prolonguen demasiado: suele implicar su incapacidad para hacernos daño.
Somos distintos en muchos aspectos, a ti te cuesta comprender la facilidad con la que me quedo dormido en el transporte público, por ejemplo. Te explico que descanso mejor cuando no pienso en dormir, cuando el sueño me sobreviene, y mientras lo digo me planteo si no será otra de mis conclusiones tontas, en apariencia audaces, la clase de ideas que siempre me han hecho creerme más inteligente de lo que en realidad soy. Tú eres una pensadora más prudente, sabes que a menudo es difícil llegar a ninguna conclusión sobre nada. Hablas más despacio que yo, con los ojos más tranquilos y las manos quietas. Te gusta bajar a la panadería por el mero hecho de hacerlo y así darle un sentido a esa hora concreta, sentir que todo sigue bien. Probablemente no te gusten los parques de atracciones, las palomitas dulces ni la Fórmula 1.
En este momento de mi vida estoy un poco atravesado. Nada es demasiado diferente pero todo tiene el color de una sustancia distinta: tengo la leve e incómoda sensación de no ser capaz de llegar al fondo de las cosas. Así que tú y yo estamos en esta superficie apelmazada, como resbaladiza, propia del invierno. He pensado que está bien, que no todos los lances de una biografía deben ser pasto para la revelación, que tu prudencia es un lugar más razonable desde el que acercarse al mundo. Visitamos juntos un centro comercial, paseamos junto a las tiendas sostenidos por todas esas plataformas burbujeantes, por la capa de alienación que no ha conseguido separarnos; hemos entendido siempre cómo la capitalización de nuestras rutinas nos niega, pero estamos tranquilos: conocemos la parte negada.
Al final, de este tránsito sacaremos algunas cosas limpias. Visito tu casa y me sorprendo siempre ante las estanterías de tu garaje —cada vez parece una ocasión distinta, con ese orden cambiante del mundo que planteas. Nos ayudamos mutuamente a esquivar la ansiedad por las cosas que tenemos pendientes, tratamos de darnos un respiro. También creo que el amor es un acceso insólito a lo recreativo, a la ociosidad. Nos damos masajes el uno al otro en las cervicales, sin hacernos daño, pensando en el verano.