pánico ataque (y defensa)
Hace justo una semana sufrí un ataque de pánico, quizá uno de los más intensos de toda mi vida. Después pasé por aquí y escribí una especie de blur que capturó con mediana precisión la náusea general y el estado de agitación que me recorrió durante horas: hay fenómenos físicos que no resultan sencillos de trasladar a la escritura. No obstante, no está de más hacer algunos apuntes acerca de su sintomatología, siempre tan sinuosa y perversa. Diría que 1) me molestaba mi piel, como si estuviese hecha de una sustancia pastosa e insoportable; 2) habría querido ser otra persona, literalmente cualquier otra persona, a poder ser una persona que no existiese; 3) para ese tipo de pánico no existe un antídoto posible, sino que todo sucede como si el mundo estuviese a punto de terminarse o de ser devorado por un tiburón de tamaño galáctico. La solución a medio plazo es la paciencia. Pero mi relación con la paciencia hace años que está troceada. Es ya una relación de pura extranjería.
Hace justo semana sufrí un ataque de pánico e intenté comunicárselo a algunas personas de mi alrededor, pero ese mecanismo estaba trabado de salida. Sabía, antes siquiera de contar nada a nadie, que toda esa gestualidad era torpe y sería inútil, porque ante todo era mentirosa. Yo no quería, y en general no he querido, nada que no fuese salir de mí. No buscaba una reparación, ni una compañía; bien al contrario, buscaba un borramiento, que alguien aplazase mi ser. Y la gente que te quiere nunca lleva a cabo un movimiento semejante, nunca te dice: nos hemos cansado de que seas así, Adrián. Sé otra cosa. La gente que te quiere impone resistencia e insiste en tus posibilidades, pero tú, que sufres un ataque de pánico y quieres desprenderte de la sacudida, no escuchas sino que pides clemencia, pides ante todo un descanso. ¿Cómo es posible, me he preguntado y me pregunto, que descanse ahora sobre este territorio lodoso y no parezca haber nada más? ¿Cómo reconciliarme, llegados a este punto, con la certeza de que no es así?
En el túnel del pánico, una espléndida estrategia de defensa: empujar al mundo hacia fuera y desertar el territorio del yo. Toda una semana sin ser. Siendo acaso al mínimo.
Una ficción defensiva. Iba siempre con los perros hasta el final de la montaña. Ellos corrían a su alrededor, excitados, mientras la hierba se acolchaba bajo sus pisadas para después recomponerse, recuperar su forma. La montaña no terminará, decía ella, y no terminaba. Así que iba con los perros hasta el final. Se deleitaba ante el espectáculo de luces nocturno, acariciaba las orejas de algunos perros cansados y dormidos, y saludaba al cielo con todo el cuerpo. Hasta el final, decía, iremos todos hasta allí y nada más. Justo en la mitad del camino, un árbol: descubrió pronto que no podía ver su copa, ya que —a unos tres metros de altura— una densa capa de niebla atravesaba su densidad. Es imposible, pensó, que hayamos alcanzado el ras de niebla. El cielo, por su parte, relucía en amplitud azul. Todo afirmativo. ¿Qué era, entonces, esa niebla? Los perros, nerviosos, se escondían tras ella. Y el árbol se movía, iba también hacia el final de la montaña, con toda su niebla siempre a la misma altura. Caminaba tan despacito…
La historia acaba rápido y así: una luz blanca en el cielo, como un hechizo. Hacia el final de la montaña.
Siento un rechazo moderado hacia esta forma de escritura, hacia las estructuras autotélicas acerca de la lástima que uno puede llegar a sentir hacia sí mismo y… en fin. Pese a todo, estoy aquí y escribo. Hace ya siete años que convivo con la depresión, de una forma u otra. A lo largo de todo este tiempo he llegado a ser feliz, pero ha sido difícil; no pocas veces he creído que es ya demasiado tiempo y que no merece la pena una vida así. Su espectro ha mutado a lo largo de los años, y con frecuencia ha anegado todo mi repertorio de esfuerzos cómicos o expansivos; se han segado —o, como mínimo, recortado brutalmente— mi imaginación y mi romance con la vida y los demás. Se ha trastornado mi relación con la comida, mi relación con el sueño. He extraviado relaciones muy importantes para mí por cuestiones que, en último término, no hacen más que remitirme al mismo punto oscuro y hechizado, el lugar mordido que, desde alguna parte de mi cuerpo, no deja de susurrarme al oído que todo va a acabar mal, que me estanca sobre la cama completamente seco. La boca como un bloque de cemento.
He ensayado y me he movido, claro. No he dejado de trabajar, ni de buscar alternativas; tampoco de intentar ofrecer el amor que he ido encontrando por el camino —un amor que muchas veces me ha sorprendido por su volumen, que me ha asombrado por su capacidad para poner en movimiento la rusticidad de mis maneras—. Todavía nada ha sido suficiente, con toda esta niebla y el corazón entrecortado. Pienso mucho en una posible claridad de la escritura, una claridad que ya no es cierta porque no articulo más que este balbuceo: en-la-noche-me-miras-desde-la-muerte.
Hace justo una semana sufrí un ataque de pánico, pero no era yo. Doblado y encogido, punzado por el vómito, no era yo. Contra las esquinas de una cama fantasmal; ¡cómo iba a ser yo! Es todo una mentira, eso creo. Volver a mí es una mentira de dimensiones grandiosas. Hace ya siete años que todo es falso, una colección de ensayos y errores para toda una serie de vidas posibles que nunca serán. La depresión activa esa mecánica, con la ferocidad de las máquinas de muerte: te roba y te esconde, quizá para siempre. O quizá no. ¿Cuál es la anchura —me pregunto, abandonado a las ficciones— de este mundo futuro que vendrá?
Si pudiese entregarte la luna, serías dueña de la luna desde el principio de los tiempos.