Mapa de los sonidos del agua
Necesito un lenguaje nuevo. Lavo todo lo anterior en busca de palabras más precisas para definir las cosas.
Quiero que este lenguaje flote y quiero que lo haga sin mi ayuda.
I. el nacimiento del río
Es un camino larguísimo que se pierde en el bosque. No hay nadie entre los árboles: yo avanzo por la senda con una radio pequeña apretada en el bolsillo. Aún no quiero encender la música; quiero escuchar atentamente, descubrir el instante preciso en el que el sonido del agua empieza a desvelarse a lo lejos. El río nace entre dos piedras, brota salvaje como una flor. Me siento cerca del nacimiento, introduzco los pies en el agua, el agua me limpia los pies. Saco la radio y la apoyo sobre la hierba, la enciendo. Los sonidos empiezan a mezclarse.
La música se cuela en los intervalos entre la llegada de una ola y la siguiente. A mi derecha, a lo lejos, dos figuras pequeñitas. Mis abuelos caminan de un extremo a otro de la playa durante casi dos horas. Ahora mismo están tan lejos de mí que puedo fingir que los atrapo con mi mano, que los atrapo para guardarlos conmigo. Estoy desnudo, tengo tres años, no podría guardarlos en ninguna parte: la música suena y la siguiente ola aterriza en la orilla, llevándome con ella. Un pensamiento recorre mi mente mientras me dejo arrastrar por la corriente, mientras permito que el mar dirija mi cuerpo: es una fortuna que el destino de mis abuelos no dependa de mí, yo no podría hacer nada por salvarlos.
II. la bañera de la casa nueva
Por la ventana entra todo el calor que nuestros veranos pueden soportar. Me apoyo en el marco y observo la silueta de las islas, envueltas en la bruma de la distancia. A mis espaldas, la bañera se va llenando: primero el golpeo seco contra la fibra de vidrio, después el extraño sonido que hace el agua al encontrarse con el agua. Enciendo la radio y la música interrumpe la cascada, trato de reconciliarlas y cambio de emisora, y cambio, y cambio, porque el agua no puede sonar de otra manera, el agua suena y ya está, y mi labor es ajustar al suyo el resto de los sonidos del mundo.
Dentro de la bañera, hundida hasta el cuello, mi hermana golpea la superficie con sus pequeñas manos. Este es un baño sin ventanas, la música viene de otro lugar. Es cierto que yo soy el mayor, pero a veces tengo la sensación de que ella comprende las cosas con más facilidad, de que está más segura de su forma de existir. Los círculos que genera su percusión acuática recorren la distancia que nos separa y se estrellan contra mi cuerpo de niño, contra mi pecho de niño. Noto cada pequeña ola como un cosquilleo que me abraza. Nos bañamos siempre de noche, tratando de despegar de nuestro cuerpo la suciedad acumulada durante el día. ¡Somos tan jóvenes, estamos tan limpios! En esta parcela del mundo, la música traslada al agua su compás perfecto: apenas hay suciedad que eliminar. Nosotros nos bañamos por la simple razón de que nos divierte hacerlo.
III. envuelta en agua de mar
La música sale por las ventanillas mientras avanzo por la carretera, al atardecer, camino de la playa. Me gusta conducir solo, subir el volumen mientras el olor del mar invade mi coche; que haga un poco de frío, que el viento empiece a despertarme. Sospecho que el movimiento posibilita una soledad en la que sentirme cómodo, una soledad mudable que nunca se mira a los ojos, que siempre se está dejando atrás a sí misma. La música también queda abandonada por el camino: las personas a las que adelanto mientras conduzco apenas escuchan una frase, una nota, un sonido ininteligible. La música está solo conmigo y se convierte —esta vez sí, esta vez claramente— en un anticipo del agua.
El sol golpea de frente, consigue que tus ojos absorban el color del agua —un engaño de la percepción, lo que sucede es realmente lo contrario—; tu pelo se oscurece al empaparse y cae con violencia sobre el mar, te cubre los hombros, se te pega a la piel como un enorme collar de fuego. Te acercas a mí braceando, sin hacer ruido, con tus manos atravesando el agua con el silencio de los cuchillos; con tus manos rodeando mi cuerpo con la serenidad de los peces. Me besas y esta es una música muy concreta, una canción que yo no puedo describir porque se despliega en códigos imposibles de trasladar a la escritura. Pero es una música que nunca dejo de escuchar.
y IV. en la desembocadura del río
Es un camino larguísimo que se pierde en el bosque. Enciendo pronto la música, dispongo los auriculares, me encierro en sonidos artificiales diseñados para esquivar el silencio. El río muere mansamente en un espacio asilvestrado, un arco de árboles prologa su forma de derrumbarse en pleno océano. Con la música apretada en mis oídos, trato de determinar en qué centímetro exacto el río deja de ser río; en qué momento se desconfigura su identidad, cuándo el agua se abandona a la impureza de lo eterno. He estado solo en estos lugares, me digo, los he visto sin compañía: sin embargo, nada de esto me sirve para configurar mis recuerdos, las cosas no recuperan el sentido de sus formas si tú no me acompañas, si no encontramos juntos el centímetro exacto en el que un río se muere y caminamos hacia atrás, hacia atrás, hacia la vida.
Escuché contigo, abuelo, todas las maneras que tiene el agua de desplomarse sobre nosotros. Me cubriste de la lluvia en invierno, caminando desde el colegio de vuelta a casa; salpiqué tus pantalones de lana al pisar los charcos con la fuerza de todo mi cuerpo; me viste sumergirme en lagos, ríos y mares; serviste el agua en mi vaso con pulso firme. Lavaste mi cuerpo con tus propias manos, tus manos que entonces eran más anchas que mi rostro, más anchas que el mundo conocido. Trataste de construir una piscina para mí, ¡estuviste tan cerca de conseguirlo! Me diste de beber.
Yo pulso el tiempo con la música porque el agua ya no me sirve, porque este lenguaje se me queda corto. El mundo suena en ocasiones de maneras inexpresables, pero te confieso que esos sonidos son la única cosa que yo entiendo. Los sonidos entrelazados del agua y la música. El sonido de tu voz.