Lo imposible de una calle
No puedo hacerlo de otra manera: cada vez que trato de pensar en la calle vienen a mi cabeza imágenes golpeadas de una calle específica. Entendida pronto la representación como un mecanismo figuracionista, las imágenes se sedimentan en un estadio prematuro, embalsamadas en una suerte de inocencia que está a punto de desvanecerse. Esa calle escondida en mi memoria, la calle que para mí contiene la esencia informativa de todas las demás, es a fin de cuentas un resumen estético de mi propia biografía. Conozco mi lugar de origen y es así como el resto de las cosas acaban resultando más sencillas, o al menos no tan dolorosas. Sospecho que, desde el momento en que mi identidad se construye de tal manera que solo la muerte puede revertir el proceso dado, toda deconstrucción raya con el límite de esa primera imagen, de esa calle primigenia, de esa inocencia infantil sobre la que después uno camina, y avanza y retrocede, y camina.
En su documental Mur murs, de 1981, Agnès Varda realiza un retrato inusual de Los Angeles: ciudad-desierto, ciudad-encuentro, ciudad-muerte. Al pie mismo de la lustrosa colina de cartón piedra que es Hollywood, ella retrata los murales de la ciudad en tanto expresiones artísticas arraigadas a la noción de convivencia, dislocadas de las lógicas publicitarias que la gran urbe proyecta más allá de su radio de acción. Richard Wyatt, uno de los artistas cuyo testimonio es recogido por Varda, explica que se considera a sí mismo “un creador de imágenes públicas”. Lo público, subraya Mur murs —del mismo modo en que lo hacen los susurros, valga el juego de palabras del título del documental—, lleva consigo la noción de mortalidad: todos los artistas que pintan los murales de Los Angeles son conscientes de que su obra acabará degradándose, siendo tapiada o derruida por la labor inmobiliaria de la ciudad, repintada o pervertida. Nada de eso importa demasiado, de la misma manera que no podemos considerar importante el hecho de que nosotros mismos vayamos a desaparecer: lo inefable no importa porque no nos pertenece.
El amor también se termina, por eso es bonito que ahora mismo todavía no se haya terminado.
La calle es un espacio gratuito de convivencia. Cuando visitábamos a mis abuelos en su piso al norte de Vigo, mi padre me contaba que en el lugar que ahora ocupa una enorme glorieta él se rompió los dedos jugando al balonmano. Caminar por la calle, jugar en sus espacios abiertos, besarse en un banco cualquiera; todo sucede al margen de las dinámicas de la capitalización de nuestro tiempo y nuestros espacios. Encender una lámpara en nuestra habitación para leer un libro implica un triple gasto: la luz, la lámpara, el libro. Se podría argumentar que las calles son también espacios financiados por el ciudadano, pero uno ejerce todavía una leve resistencia: pagar como ciudadano no puede ser lo mismo que pagar como individuo; asimilado el dualismo antropológico ya no es posible —ni conveniente— la reconciliación de sus implicaciones. La calle es un mecanismo de combate frente a la reificación pues en ella el individuo pertenece, no es objeto de consumo sino agente de cambio.
El potencial emancipador de la calle no descansa exclusivamente sobre su raigambre materialista: en ella las intersecciones se producen de manera natural, no reglada. El feminismo es una cuestión de espacio público, al igual que el antirracismo o el movimiento queer. La calle se ensancha como si fuese una goma elástica y en la aparente anarquía de sus formas se organizan ecosistemas de regulación espontánea, de conversación asistemática y libre.
Todas las violencias que la calle implica germinan más allá de la propia calle. Es la proyección del mundo privado sobre el mundo público la que lo vuelve desigual, marginalista, precario.
La calle que yo recuerdo cuando pienso en la calle tiene que ver con estar enamorado de ti, rehuirte y volver a imaginarte escondido tras la vereda. Porque somos niños y estamos asustados, el amor se manifiesta a veces con una violencia que nos hace retroceder, que sepulta la enunciación.
Al verte aparecer al fondo de la avenida, sumergida en un pozo de rostros, intuía que las cosas serían más sencillas si la calle estuviese disponible solo para nosotros, habilitada para el encuentro. Creo imposible sortear ciertos vacíos de desconocimiento: yo nunca podré saber qué habría sucedido si te hubiese dicho que te quería, y te desdoblas tanto en tu imposibilidad que asumes todos los rostros de ese pozo invencible. Esta calle insólita, citando a Benjamin, aparenta ser de sentido único: ha sido la experiencia de lo público la que ha modelado mi manera de amarte.