Detrás de las pesadillas

Adrián Viéitez
3 min readDec 9, 2020

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El cuerpo traza esta curva para poner de manifiesto que todavía estamos lejos: si sueño contigo me despierto agitado, nervioso, con los puños temblando. Lo compenso con imágenes de espacios más blancos, con ideas sobre la hierba y recuerdos del mar. El mar no me asusta; tú me asustas: vuestra conciliación supondría un alivio para mi descanso, entonces poblado por tu imagen pendular, ya dulcemente predecible. El miedo se revela aquí como una agitación impropia de la naturaleza, como algo artificial que nosotros diseñamos no sin cierta torpeza —aprendiendo torpemente a no ser torpes—. Esta es la relación triangular predispuesta entre mi subconsciente, tú y yo: intuyo que ninguno de los tres tiene todavía la agencia necesaria para intervenir sus parámetros. No nos asemejamos al mundo en su perfección, pero sí en la arbitrariedad de sus mecanismos.

La mía fue una infancia adecuada —sobre la tuya todavía no sé lo suficiente—. Mis padres me regalaban de vez en cuando algún libro de la colección naranja de El Barco de Vapor: Mi abuelo era un cerezo, de Angela Nanetti, fue uno de ellos. Recuerdo empezar a leer aquella historia y clausurarla rápido, casi con pavor; regresar después a ella con el ánimo ensombrecido. Nanetti relataba, desde la mirada del niño protagonista, el amor que su abuelo profesaba a un cerezo que, por motivos urbanísticos, estaba a punto de ser talado. Se trataba de una fábula sobre la herencia y la comunidad: ante la muerte del abuelo, la familia entera se arremolinaba alrededor de la defensa del cerezo. No sé si el árbol lograba salvarse finalmente y ahora dudo, tantos años después, si este vacío de conocimiento responde al olvido o al hecho de que nunca llegué a terminar el libro. El motivo de mi ansiedad era la nostalgia prevenida: desde el principio se intuía la desaparición del abuelo por el cariño mordido con el que el niño lo describía. Estaba allí la muerte, en aquellas primeras páginas que hablaban sobre el amor de un anciano hacia un cerezo: mi infancia adecuada sopesó siempre la extinción —propia y ajena— como un horizonte irrealizable, como un matorral de niebla. Yo pensaba mi abuelo es mi abuelo y le tocaba la cara para comprobarlo, arrastraba mis manos por su rostro para evidenciar que de él me quedaban muchas cosas además de la herencia: me quedaba el futuro, me quedaban cosas que todavía no podía adivinar.

Cuando sueño con mi abuelo, casi tres años después de su muerte, no me despierto nervioso. Su recuerdo me infunde todavía una leve tristeza, —porque el futuro está ya cancelado, porque no puedo acariciar sus facciones ni escuchar su voz— pero no hay ansiedad en esta forma de sentirla, apenas un dolor tenue instalado para siempre en algún lugar de mi cuerpo. Las ficciones que mi subconsciente pueda elaborar responden a la nostalgia de la materialidad, pero también mejoran el rostro de lo real: cuando sueño con él, aunque no exista el tacto, mi abuelo es mi abuelo. Al despertar solo me queda su herencia.

Contigo es diferente: el sueño es la manifestación de una posibilidad negada, de una realidad posible que no toma cuerpo al despertar. Sé que tu rostro existe pero mis manos están lejos, y al respecto el futuro no ofrece certezas: la tuya no es una ausencia lógica porque no hay presencia previa que la sustente, no existe memoria ni herencia; solo el reflejo de la luz en el agua, de nuevo la misma niebla. Las indagaciones de mi juventud han perseguido tu nombre con la idea de enunciar aquello que no está sujeto a la descripción: uno piensa que las palabras podrían serenar este latido antiguo pero es preciso recordar que tu nombre ya ha sido otros nombres, que este es un poblado fantasma y que la apertura de ese hueco en mi cuerpo es una tragedia cuyas dimensiones siguen siendo difíciles de delimitar. Cuando mi subconsciente te ofrece un cuerpo y te nombra, lo que en realidad hace es castigar esa zona anegada de mi humildad, multiplicar los reflejos de tu rostro en el agua, transformarte en un centenar de espíritus. Extiendo mis manos y nunca las habría creído tan pequeñas, no solo no te alcanzo sino que apenas logro establecer la distancia que media entre nosotros; dónde estás, quién eres, cuál es tu nombre. De qué árbol podrías, llegado el momento, estar enamorada.

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Adrián Viéitez
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Written by Adrián Viéitez

still, still to hear her tender-taken breath

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