canción y sentimiento (I)

Pensé en recoger cada cierto tiempo las cinco canciones que más esté escuchando, meterlas aquí y ficcionar sus nexos y mi forma de atravesarlas. Aquí van algunas.
En su Moon Song —canción lunar, canción de luna—, Phoebe Bridgers escribe una cosa que a mí me habría dado mucho reparo escribir; algo así como: no podrías haber metido la lengua en la garganta de alguien que te qusiese más, así que esperaré a la próxima vez que me quieras como lo haría un perro con un pájaro en la boca aguardando en tu puerta. La primera frase la repite —no podrías, no podrías, no podrías—, y de esa manera sencilla transforma la canción en una especie de letanía: entiende bien de qué maneras podemos llegar a retorcer una forma de amar hasta no poder disociarla de la náusea, del malestar físico y las ganas de vomitar. Si me siento con un poquito de serenidad, ¡y la vengo codiciando tanto!, comienzo a pensar que no hay amor en un volcado semejante. Pero también sé que no es tan sencillo. Amamos extrañamente, incluso contra nosotros mismos y por motivos a veces feroces, a veces risibles; hasta feroces y risibles a un mismo tiempo.
¿Qué tiene todo esto que ver con la luna? Bien, bien… Hacia el final de First Man, la película que realizó Damien Chazelle alrededor de la figura de Neil Armstrong, se sirve un contraplano muy intuitivo al respecto de lo lunar: la cámara nos enseña primero la escafandra del astronauta y después nos devuelve su punto de vista. Una superficie seca, infinita, curvada. Un silencio. Escribe también Phoebe Bridgers: si pudiese darte la luna, te daría la luna. Te daría toda mi soledad y todo lo árido de mi experiencia para que tú hicieses lo que estimases oportuno con ello. Ese es, con frecuencia, el amor que podemos ofrecer; toda una pirueta de confesión, un malabarismo de fe. Nuestro amor no es solo nuestro. Es también de los demás, y muchas veces de otros que no lo desean. No es la mayor tragedia de nuestro tiempo, pero es sin duda una pequeña tragedia.
Hace poco Waxahatchee lanzó el primer single del que imagino que será su próximo trabajo, una cosa medio malencarada titulada Mud. Ella ha escrito cosas sobre el yo que me han perfilado mucho a lo largo de los últimos años, algunas de las autoficciones musicales más aristadas que conozco. En Fire, que para mí ya es más un lugar común que una canción, dice: si pudiese amarte incondicionalmente, podría limar los bordes de los cielos más oscuros, pero para algunos de nosotros nunca es suficiente, nunca es suficiente. Entonces lo entendí y lo sigo entendiendo, porque ante todo he sido y soy un niño hambriento de emoción. El día que desaprenda cómo relacionarme con una canción como Fire habré perdido, me temo, algo bastante importante.
Mud es una canción bastante resignada, y me pregunto si es exactamente ese fragmento de lo que se pierde el que aparece en ella. Waxahatchee dice ahora que no es la indicada para seguir apostando a favor de lo que parece poco probable… ¿Y qué tiene que ver todo esto con la luna? Entiendo bien el miedo y los pasadizos que dispone, y lo complicado que resulta reconciliarse con una narrativa más o menos firme —he sido, ante todo y ante mí mismo, siempre un narrador en primera instancia, y aunque diga que me desdigo, es casi siempre más una vocación que un hecho—. Ya más o menos sé que no todas las canciones que conozco son realmente canciones de amor, o que el amor no es exactamente lo que yo pensaba que era en algún otro momento. Eso está bien. Y aunque esté bien abre un agujero dentro de mí: podría guardar a una bandada de pájaros ahí dentro.
He estado viendo The OC y preparando una playlist de Spotify con todas las canciones que van apareciendo en la serie, como ya hiciera en 2021 cuando vi Dawson’s Creek. En esta ocasión se me ha enganchado Eve, The Apple Of My Eye, un tema de una banda irlandesa llamada Bell X1. Toda la canción gira alrededor de un esfuerzo más o menos vano —dice, literalmente: pero este plan que dibujo es, oh, tan, tan ridículo— y en cierto modo se alza elogiosa ante cierto tipo de melancolía acogedora. Durante los últimos meses he pensado mucho en que he perdido la facultad de volver productivo un sentimiento de esas características, y me apena que mi relación con la tristeza sea ya tan determinantemente negativa. Sé bien que lo de vivir no durará mucho, o al menos no muchísimo, y también que la tristeza estará caminando aquí, conmigo, mientras lo de vivir dure. Así que uno de mis grandes propósitos es recuperarla para mi causa, hacer las paces con sus dimensiones.
La canción de Bell X1 me ha hecho pensar mucho en la importancia del agua, y en cómo es posible que podamos hablar de un río seco, de un cuerpo seco. ¿Basta la estructura de un río? ¿Bastan los contornos de un cuerpo? Podría ser entonces un niño dibujado, como una larga silueta andante de los bosques. La tristeza es parte de lo que circula, de lo que enciende mi movimiento. Yo quiero ser amigo de todas las cosas, con toda la fuerza que se esconde en la mecánica de la amistad…
Desde el pasado mes de julio, diría, no he dejado de escuchar Your Type, de Carly Rae Jepsen. Hablando como hablo de una de mis artistas más queridas, apuntar a una canción que pueda comprenderse como mi favorita solo puede responder a hechos biográficos, y no me refiero a una posible relación temática entre la canción y los hechos de mi vida, sino a una presencia específica de la misma en un momento u otro. Escribe Carly, con toda contundencia y su habitual poquísimo miedo a la vulnerabilidad: pero todavía te quiero, lo siento, lo siento, te quiero, no pretendía decir lo que he dicho, te echo de menos, de veras, intento no sentirlo pero no puedo sacarte de mi cabeza… Todavía te quiero, lo siento, lo siento, te quiero…
He aquí un amor que me interesa: aquel por el que parece preciso pedir perdón. Es un amor entrometido, caprichoso, que no se atiene a reglas específicas y que muchas veces juega al contraataque. Está fuera de lugar y ocupa, ¡hey!, un espacio que no existe. Es una auténtica fisura en el mundo, un desplazamiento lateral del sentir. Para mí eso es la música de Carly Rae Jepsen: un estallido pop que funciona por derramamiento, por puro exceso y regocijo de sí. Lo aconsejable —¡lo saludable!— es dejar de sentir aquel amor para el que no hay lugar. Todos lo sabemos pero cómo vamos en círculos, qué tontería… En algunas ocasiones he pensado que me aferro a un sentimiento dislocado con la mera intención de seguir agarrado a los movimientos del mundo. Hace un par de años, los antidepresivos apisonaron tanto las emociones que pensé que nunca podría volver al circuito de los seres-pasión. Era un engaño químico. Este también lo es.
Una semana atrás circulaba por alguna red social Erosky, una canción de La Estrella de David que llevaba, diría, años sin escuchar. He entrado de vuelta en ella, no sin violencia. La canción es triste y es bonita, y aunque su punchline —conmigo ibas a dejar de buscar— me genera algo de rechazo, encuentro acomodo en su primer puente, cuando dice: y cogí el tren… te esperaba en un banco de la estación, y en mi interior iba creciendo una flor… recuerdo tu tesoro.
Es también una canción que habla de algo que no está, y completa de manera adecuada esta primera colección de figuras fantasmáticas. A veces me sorprendo como un devoto de la precisión: nada me asombra más que la capacidad de un hecho estético para dirigirme exactamente a un lugar invisible. Me revisito más de lo debido, y la mayor parte de las veces ando contándome la misma historia una y otra vez… he llegado a imaginarme a mí mismo como una novelita corta que tengo que empezar y terminar y empezar y terminar y empezar… Pero tampoco es poco el asombro que me ofrecen las potencias productivas de la repetición. Volviendo sobre mis manías y mi soledad y mi espacio de clausura, a ratos encuentro un pinchazo o una luz, y me lanzo como un diablo hacia ella. Soy por lo general un indeciso, pero esas pequeñas veces puedo admirar cómo se abre el cielo, y me abalanzo. La idea es no dejar de buscar nunca…